Mariana Enríquez  acaba de ganar el premio Ciutat de Barcelona por “Las Cosas que perdimos en el fuego”. Esto nos contaba hace unos meses Sofía Bracamonte sobre este libro de cuentos escalofriantes que se volvió el suceso literario del año: una resignificación del terror como algo personal y único.

 

Escribe: Sofía Bracamonte

las-cosas-que-perdimos-en-el-fuegoMariana Enríquez ya no necesita presentación. Ha cimentado una carrera literaria sólida y respetable con su originalidad y agudeza sin concesiones. Autora de dos novelas, varios libros de relatos e inclusive la biografía de Silvina Ocampo es una consagrada en la literatura Argentina y Latinoamericana. “El universo de Enríquez –definió Oliverio Coelho– se distingue por su excentricidad y su precisión aterradora”.

Este volumen de 12 cuentos, editado por Anagrama, gira alrededor de la cotidianeidad hecha pesadilla, de la posibilidad del terror en los espacios comunes y rutinarios y, por lo tanto, más inesperados aún: el barrio, el subte, el camino, la casa de al lado e inclusive la misma pareja puede volverse un caldo de cultivo del horror. Quizá por eso son más terribles: la autora descorre el velo y resalta lo podrido, malicioso y tétrico de la vida cotidiana. Esa delgada línea de normalidad se ve avasallada por criaturas, supersticiones, violencias y sobre todo por desapariciones. Si bien nuestra lógica racional nos dicta a cada línea que lo que estamos leyendo no puede ser, una voz latente, un miedo primigenio dentro nos hace sentirlo real y posible.

Otra línea en común entre los relatos es que las protagonistas (casi todas, salvo uno sólo, son mujeres), son a su vez, activas: no se amedrentan fácilmente, buscan entender, investigan, quieren saber que hay detrás. Son diversas: niñas, adolescentes, mujeres valientes, cansadas, fracasadas, deprimidas, obsesionadas, débiles, fuertes. No hay una única idea de mujer que prime por sobre otra.

Personalmente, amé y tengo que resaltar la inclusión de La Rioja como escenario del segundo cuento: “La Hostería”; más allá del sentimiento de pertenencia provinciano, me pareció acertada la descripción de los prejuicios sociales y lo siniestro que se oculta tras los secretos a voces, lo no hablado. Lo que nos entierra en un lugar donde “nunca pasa nada” y sin embargo el pasado violento resurge pidiendo pista.

Brevemente, destaco los mejores cuentos. En “Chico Sucio”, lo más tenebroso es la realidad acostumbrada e indiscutida: los niños que viven en la calle, pidiendo en el subte, invisibles y descartables más allá de cualquier cantidad de culpa de clase. “Los años intoxicados” porque es una descripción agudísima del fin del mundo del alfonsinismo: los cortes de luz, la falta de dinero, los adultos que no se vinculan y no se hacen cargo del destino de los adolescentes y niños, de tanta angustia y desesperación; nuevamente, parece que el terror está en la historia misma, pero sin embargo…

El rescate de la leyenda del petiso orejudo es traído al presente en “Pablito clavó un clavito”: contundente relato de la fascinación morbosa por el crimen donde la tensión lo es todo.

En “Tela de Araña” y en “Las cosas que perdimos en el fuego”, la violencia del hombre hacia la mujer es una realidad. Mientras que en un cuento quizá se exprese en una pareja desatenta y despreciativa (“por lo menos no te levanta la mano”) en el otro las mujeres quemadas retoman sus cuerpos en un curioso y macabro empoderamiento: comienzan a quemarse ellas. “Se van a tener que acostumbrar a vernos así”. Una forma retorcida de romper con los cánones belleza y la victimización. Enríquez, entrevistada por Patricio Zunini para Eterna Cadencia dijo al respecto: “En ese cuento sí me interesaba tratar la violencia machista, pero desde un lugar más inesperado. Era como empoderarse en lo que al principio parece una autoflagelación y en realidad es una transformación”. Las mujeres deformadas se unen en una extraña sororidad arrebatando la tortura de la mano del hombre y transmutándola a través de la destrucción.

feria-del-libro-2195457w620Uno de los que más me gustó fue “Bajo el agua negra”, porque me trajo recuerdos de los atardeceres en mi infancia temblando de miedo ante las procesiones y los rezos por parlantes (¿hay algo más tétrico que la religión católica?), el horror lovecraftiano se materializa en el Riachuelo y viene a ¿vengar? ¿Destruir?, no lo sabemos, pero es excelente y te deja temblando con el final abierto.

No es por entero un libro porteño: además se insertan otros escenarios argentinos como el Litoral y La Rioja, como ya referí previamente. Hay una reescritura de tradiciones, y uso de elementos regionales; pero los textos están escritos de forma tan concisa que no se sienten impostados ni excesivos. La visión de Enríquez dista de ser aquella tan simplista que se tiene desde el centro hacia el interior, e incluso se burla de ella. El terror es más a lo real: la policía, el barrio, la pobreza, la violencia, los hombres, el pasado y lo no dicho.

Mariana Enríquez usa recursos del realismo sucio, terror, crónica, humor, novela gótica y romántica y construye un todo que trasciende las referencias de género para convertirlo en “su terror”, “su estilo”: la prosa fluida, minuciosa, precisa, más su lucidez atroz y personal.

Mariana tortura los cuerpos y a través del dolor y de lo inexplicable nos dice que lo más terrorífico es lo que está ahí, a un paso. Cuando queremos dar vuelta la cara y mirar para otro lado, ella nos abre los ojos y nos fuerza a ver.-