Este sábado 27 de abril, Enrique Angelelli, Wenceslao Pedernera, Carlos de Dios Murias y Gabriel Logueville serán beatificados por la mano del Papa Francisco. Hijos todos de una era de profundo cambio, lucha social y violencia, los cuatro mártires están más presentes que nunca en la memoria.

Cuando escucho los testimonios y leo los artículos amarillentos del diario El Independiente, me resulta difícil de creer hasta qué punto un grupo de religiosos llegaron para desestabilizar un orden conservador que desde la colonia abarcaba todas las relaciones sociales de La Rioja. Me maravillo al escuchar de boca de un obispo Católico el diagnóstico más preciso de la miseria: la falta de agua y el yugo de los poderosos; que azotaba a una provincia, pobre ayer casi tanto como es pobre hoy.

Esa es la obertura a la historia de Enrique Angelelli, cuya figura recordamos hoy por haber sido beatificado por la voluntad de un Papa argentino, Francisco, quien conoció al obispo asesinado por la dictadura y estuvo también envuelto en el caos de los 70´s. La suya es también la historia de aquellos que militaron y murieron por esas mismas ideas: los sacerdotes Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville, y un laico, Wenceslao Pedernera, miembro de la Cooperativa que marcó el destino de todos. Ellos son los cuatro mártires de La Rioja

Angelelli, pienso, fue un producto de las convulsiones de su época. Un sacerdote de una gran educación, doctorado en Derecho Canónico en Roma; pero con el espíritu profundamente conmovido por el cambio de dogma del Concilio Vaticano II. Hoy que la Iglesia regresó a su rol reaccionario frente los reclamos sociales y culturales, es sorprendente cuan revolucionario fue el espíritu renovador del Concilio Vaticano II. Fue un evento inmenso en una institución de 2000 años. Y Angelelli estuvo allí, en primera fila.

En los debates conciliares se cuestionó la Iglesia en su integridad. No solo el uso del vernáculo o la posición del cura en la misa sino también temas de fondo como el aborto, el sacerdocio femenino, la vocación por los pobres y el lujo de los templos. Todo se puso en duda, aunque no todo se cambiara. Y esa actitud de combatir el óxido de milenios de tradición fue lo que marcó a los sacerdotes jóvenes que vivieron, allí, el equivalente a la primavera del 68 en París.

Angelelli participó de tres sesiones de las cuatro de ese concilio, intervino dos veces y volvió como uno de los principales referentes en la materia. Sin embargo, sus oponentes en la periferia serian formidables, empezando por la diócesis de Córdoba, la más antigua, la más dura, la más conservadora. Para ellos Angelelli fue una molestia, un disrruptor, un corruptor. Aprovecharon una polémica mediática que involucró a un grupo de sacerdotes y seminaristas críticos de las tradiciones obispales de Córdoba -de la que Angelelli no participó, pero de la que no ocultó su simpatía y apoyo-, y lo degradaron de Obispo Auxiliar a sacerdote de parroquia de barrio. Cómo mantener a un hombre de su estatura intelectual en una capilla también resultaba incómodo, aprovecharon la vacancia de la diócesis de La Rioja para enviarlo allí.

La Rioja como destino era prácticamente un retiro espiritual. Creada en 1934, solo había tenido dos Obispos desde entonces, que vivieron una gestión placida, rupestre y sin sobresaltos. Hasta el terremoto del Concilio. Horacio Gómez Dávila, el titular de la diócesis en ese momento, fue abrumado por la llegada de esta nueva Iglesia: demasiado anciano, no estaba preparado y no entendía aquello que se veía obligado a reformar. Tuvo al menos la buena voluntad de reconocerlo y pidió la renuncia por razones de salud.

Lamentablemente para quienes lo mandaron a La Rioja a perder el tiempo y amansarse, Angelelli descubrió una provincia marginada, pobre, llena de injusticias. Tierra fértil.

Todo lo que hizo desde el 24 de agosto del 1968, al 4 de agosto de 1976, fue trabajar activamente para cambiar eso. Comenzó con las Jornadas de Pastoral en las que reunió a toda La Rioja para conocer a su gente y a sus problemas, demostró su ingenio al convertir las misas radiales en un atrio desde el cual llegar a concientizar a la población hasta en las zonas más remotas. Hizo enemigos rápido y cuando estos le quitaron el micrófono, él les respondió sacando la misa de Noche Buena a los barrios más humildes.

Angelelli fue la figura central del entramado de asesinatos que sacudieron la provincia nada más asumida la Junta Militar de 1976. Porque fue este Obispo y esos sacerdotes y esos trabajadores organizados quienes detectaron que el interior tenía tierras inútiles al servicio de viejas familias que ya no las usaban. Ellos estuvieron allí primero que nadie, ellos incentivaron el cooperativismo y lo defendieron. Estuvieron en las marchas, con un oído en el evangelio pero con el otro en pueblo.

A los dos sacerdotes los secuestraron mientras cenaban el 18 de julio. Gabriel Longueville, un francés que había sido testigo en primera persona de las atrocidades del ejército de su país en la guerra en Argelia, aquella que le enseñaría tanto a la dictadura argentina. Carlos de Dios Murias, una joven Franciscano con una energía y una voluntad de hierro que lo llevaron a denunciar cuanta injusticia veía. Ambos aparecieron maniatados y violentamente asesinados al costado de las vías del tren.

Wenceslao Pedernera había llegado a La Rioja tres años antes aquella noche del 24 de julio en que un auto se estacionó frente a su casa. Había llegado como delegado del Movimiento Rural Diocesano y se quedó para impulsar el cooperativismo en La Rioja. Esa noche un grupo armado entre a su casa y lo acribilló a balazos en la cocina de su casa, a metros de donde dormían su mujer y sus hijos.

Angelelli fue quien encomendó a al padre Longuevielle a la Iglesia de El Salvador, en Chamical. Él fue quien ordenó a Carlos de Dios Murias y lo inspiró a la militar un evangelio social. Fue su accionar el que cautivo a Pedernera, que venía de Mendoza y se quedó a ayudar en La Rioja. Los mataron a ellos para lastimarlo a él, una espiral cuyo vértice era Enrique Angelelli y que concluyó el 4 de agosto de ese fatídico año, mientras el cuerpo del Obispo de La Rioja yacía sobre la ruta de Punta de los Llanos. Volvía de Chamical, de una misa en honor a los curas y Wenceslao. Sabía que tenía los días contados pero nunca eligió ni la violencia, ni el escape.

Cuando leo, escucho, veo testimonios de aquellos que conocieron a los mártires, se me hace tan real el obituario que Albert Einstein le dedico a Mahatma Gandhi: “Las generaciones venideras, es muy posible, difícilmente creerán que un hombre así, de carne y sangre, alguna vez caminó este mundo”.